11 diciembre, 2017

Las tres cataluñas (y 3)

Pero yo había venido aquí a hablar de las tres cataluñas. Y me he enredado en tres entregas. En la primera se me fueron los dislates en hablar del emplasto de la patria -para curiosos, aquí el enlace. En la segunda las briosas yeguas del pensamiento me llevaron a Cerbero y de cómo cuida que nadie escape del infierno patriota -para muy curiosos, aquí el enlace. Total, que ahora sí toca hacer un poco de geografía social. Y recuerdo que todo partió de un puente. Un puente festivo, digo. ¡Por Dios, lo que produce el ocio! Pues sí, me fui de puente. Y me fui de puente a Catalunya. Al país en el que nací y vivo. Cosas extrañas, las mías. El caso es que me fui. Con la fortuna de, sin premeditación, encontrarme con las tres cataluñas. Así que puedo decir que no es que yo haya ido a buscarlas. Ya, ya sé que uno ve lo que la mente es capaz de entender y ordenar. Mi estructura mental, condicionada o manipulada o deformada o retorcida o... como sea que es, digo que me he encontrado con lo que mi estructura mental me ha permitido entender. Asumo mis miserias.

Mi viaje. La primera etapa comenzó en la Catalunya rural. Una Catalunya tradicional, rancia, conservadora, conformada con una clase media acomodada, propietaria, arraigada en el pasado, en un pasado convenientemente moldeado en una historia victimista, llena de agravios y encontronazos. Felipe V es el recurrente odiado y toda historia local encuentra su nexo histórico en ese personaje. Los castillos, las casas señoriales, las plazas, las iglesias, los prohombres, las leyendas. Hasta los bolardos. Todo está referenciado desde el enfrentamiento contra España y el horrible rey. Es esa Catalunya que deja ondear la bandera española en sus ayuntamientos por "imperativo legal" y lo publica en una placa en su fachada consistorial. Una Catalunya, hoy, engalanada con lazos amarillos en las farolas y que mira al resto del mundo sin envidiar nada porque todo está entre sus muros. ¿Qué hay más allá de la Catalunya rural? El vacío. La oscuridad. Ni tan siquiera la capital es vista de forma atractiva. La verdad y la esencia se resguardan en las paredes de piedra y en las leyendas del pasado. Y en los bolardos.

La segunda Catalunya rodea la gran urbe. El cinturón rojo. Hace unas décadas, socialistas y comunistas tenían aquí su maná de votos y éste era el edén desde el que proyectaban una marea de cambio. Ésta quizás sea también la Catalunya tarragonina o de Lleida, más acostumbradas a recibir aire fresco. Esta segunda Catalunya está conformada por la clase trabajadora, algunos han alcanzado la clase media y por eso, de cuando en cuando, miran hacia la Catalunya rural o hacia la urbe para encontrar algún referente. Poca cosa. La segunda Catalunya está construida con y desde los inmigrantes viejos, otros nuevos, muchos descendientes de los primeros inmigrados. Una Catalunya que igual escucha regeton como a Manolo Escobar o a Camarón. Poco, muy poco escucha de Els amics de les arts y cada vez menos de Llach. Esta es una Catalunya ecléctica, pero desconfiada. Variopinta, pero que mira con recelo hacia las cataluñas extrañas: la interior, que aprieta por detrás, y la capital, que aprieta por delante. En su mayor parte aquí encontraremos a trabajadores, cualificados o no, personas que nada han recibido de nadie y para quienes los gobernantes nunca han sido del todo suyos. Hay más traicionados y recelosos que entusiastas. Pero en este caso ya no es Felipe V. El poder, para ellos, nunca ha venido a visitarles y mucho menos nunca han venido a echarles una mano los que cortan el bacalao. Todo lo contrario. Cuando se han acercado ha sido, generalmente, para sacar un provecho de ellos. Hoy será Arrimadas, como antes fue Montilla o Maragall, pero esta es una Catalunya que nunca es de nadie y que nunca confiará en el poder ni en quienes lo representan.

La tercera. La Catalunya urbana y cosmopolita. Quizás, sólo Barcelona. Una amalgama de sensibilidades y de fobias. Por eso, también quizás, mucho más abierta y diversa. Una Catalunya que mira hacia afuera, pero que carga con una mochila pesada: no sabe dar respuesta a las otras dos cataluñas. Aquí las clases medias se confunden a propósito con las clases trabajadoras o con las más poderosas. El abogado de Puigdemont puede tomarse un cortado al lado de una limpiadora de oficinas peruana o junto al presidente de Abertis. También ecléctica, como la Catalunya obrera, pero mucho más pragmática y, por tanto, comprometida en lo justo. Quiere volar Barcelona. Quiere ser grande entre las grandes. Mira hacia Europa y prefiere hablar inglés, aunque sin confesarlo. Pero la Catalunya rural aprieta y la Catalunya obrera no se fía. Y Barcelona no puede volar como ella quisiera. Ideológicamente variopinta, capaz de cambios y transgresora, aunque lo justo. La presencia de una potente burguesía y mucho de clase media acomodada, hace posible convocar la revolución un miércoles por la tarde, pero desde un grupo de whatsapp y mai en cap de setmana, que hem quedat. Y siempre que no salga muy caro. Esa ansia de ser más y mejor condena a Barcelona a hacer una pedagogía constante de lo imposible. Imposible porque nadie la escucha. Imposible porque tampoco sabe hacia dónde mirar.

Y Cerbero cuida de que los muertos no salgan de sus dominios. Por eso, y sólo por eso, las tres cataluñas parecen irreconciliables y condenadas a convivir en el Averno. Igual, si Hércules pasase por aquí...

10 diciembre, 2017

Las tres cataluñas (2)

Lo cierto es que me he liado. Quería hablar de las tres cataluñas y al final, no sé por qué, me he liado con tres entradas diferentes. Y todavía no he hablado de las tres cataluñas. Ahora, ya puestos, lo dejaré para la tercera entrega. Lo ciero es que en mi viaje a Catalunya, el que ya mencioné en la entrada anterior -ver por si hay curiosidad la entrada anterior-, me di cuenta de la estructura tricéfala que posee Catalunya. Algo así como el perro Cerbero -Cerbero, el perro de tres cabezas que en la mitología griega guardaba las puertas del infierno. El caso es que la estructura tricéfala tiene que ver con el orden social, económico y geográfico actual. Tres clases, tres mundos, tres narraciones para tres cataluñas que perviven en un equilibrio, a veces, imposible y que se traslada a todos los ámbitos cotidianos. Y a la política, también.

Nos estamos jugando el presente y el futuro de las tres cataluñas. No. No exactamente. Nos jugamos el presente y el futuro siempre, pero ahora nos interesa proclamarlo. Porque ya me gustaría que nos jugáramos de verdad el futuro de Catalunya. O, mejor, el futuro de la república. Pero no, en realidad las tres cataluñas no buscan cambiar nada, sólo ser hegemónicas. Cada una de las cataluñas pugna por imponer su narración. Están triturando y tamizando el pensamiento para, al final, conseguir anular cualquier interpretación ajena a sus miserias. Esto tiene un nombre: crear patria. Ese es su objetivo: crear la patria a imagen y semejanza de sus propias miserias. A modo de recuerdo, agregaré ahora que crear la patria era el objetivo del nacionalismo decimonónico. Construir el andamiaje que ofreciera la identidad común para que todo la estructura social quedara intacta ante el peligro de los revolucionarios. En El Gatopardo -novela de Lampedusa y película de Visconti, muy recomendables ambas- se muestra magistralmente esta perspectiva tan romántico-burguesa: es necesario que todo cambie para que todo siga igual. Ése es el objetivo. Las clases medias acomodadas, los tradicionalistas y conservadores, buscan esa patria cuatribarrada, colmada de agravios y conformada con un pueblo distinguido y altivo. Las clases más altas y mucha de la clase baja prefieren el inmovilismo y una pretendida fraternidad con la España más esencial. Y, por último, los desarraigados -ideológicamente hablando- que sólo desean deshacerse de ambas patrias para crear otra muy diferente. Pero estos últimos son incapaces de ofrecer un modelo atractivo a ninguna de las dos patrias anteriores y son incapaces de imponer una narración creíble a los ojos de los más esencialistas. Total, que tenemos tres cataluñas prisioneras de sus propias miserias. En la tercera entrega me entretendré en describir su geografía, la etología y la sociología de las tres -no existe posología para estos males o al menos no sabemos de ningún remedio farmacológico.

Cerbero, o Can Cerbero, tiene una misión muy precisa: guardar las puertas del Hades. Del infierno, vamos. Pero su misión no es tanto la de vigilar que nadie pueda entrar, sino vigilar para que nadie pueda salir. Veltesta, Tretesta y Drittesta, las tres cabezas, vigilan sin cesar para que nadie escape de sus dominios infernales. El caso es que salir de cada una de las cataluñas es muy complicado. Yo diría que salir de cada una de las tres cataluñas es, hoy por hoy, imposible. Los catalanes vivimos prisioneros en alguna de ellas. Cerbero se encarga de que nadie escape.

09 diciembre, 2017

Las tres cataluñas (1)

He aprovechado el puente. No sé si lo he aprovechado bien, pero tengo la sensación de haberlo hecho. Me he ido de viaje a Catalunya. Bueno, de hecho vivo en Catalunya. Es más, soy y he nacido en Catalunya y he vivido toda mi vida en Catalunya. Pero, aún así, me he ido de viaje a Catalunya. En pocos días he recorrido algo de la Catalunya interior, la de los valles y las llanuras. Y también he estado en el cinturón. He estado en diversas poblaciones del extrarradio barcelonés, ese "cinturón rojo" tan odiado por algunos. Y he pisado la gran urbe. He visitado una Barcelona algo desangelada y un poco triste estos días. Nota mental: me da en la nariz que la tristeza barcelonesa no es por las navidades o por el frío, pero no me voy a arriesgar a hacer interpretaciones. En todo caso, he visitado Catalunya y me he encontrado con las Catalunyes. Y no es que sean diversas o un pelín diferentes estas Catalunyes. No, no es eso. Es que son muy diferentes, mundos distantes y no sé si hasta irreconciliables.

¿Y qué he visto? Primero: no soy sociólogo. Tampoco deseo serlo y no creo que mi intuición o mi observación sirvan para tener una opinión más certera de Catalunya. Descartémoslo de plano. Aviso ya de entrada. Yo, como mucho, soy intuicionista -como dentista, pero sin anestesia y sin sentar a nadie con la boca abierta. Reconozco que me declaro intuicionista por falta de conocimiento y título. ¡Qué le vamos a hacer! Pero conste, eso sí, que he ido yo con mi intuición a cuestas por Catalunya con la intención de mirar para entender mejor qué es eso del "pueblo catalán". En algún momento he pensado, "toda una vida en Catalunya y aún no has entendido qué es eso del pueblo catalán, ¡so idiota!". Así que me he puesto a mirar con detenimiento por aquí y por allá. El resultado ha sido: ni puñetera idea, me he vuelto a perder como un chivo en un garaje. Debe ser que soy muy cortito. Y así me he quedado un buen rato, hasta que hoy he tenido una -otra- intuición. De repente y sin venir a cuento. Me había puesto yo a triturar y tamizar el acompañamiento de una carne para tener una salsa bien sucosa en la que poner a bucear convenientemente un pan que quita el sentido. Y ha sido allí, en el fondo, donde he visto al pueblo. El catalán y cualquier otro, conste. Me he dado cuenta de que cuando trituras y tamizas la salsa, te queda un emplasto -rico, rico, por supuesto- donde pimientos, cebollas y verduras varias, con sus especias y aderezos, quedan fuera de toda identificación visual. Es la desindentificación absoluta. La anulación de la identidad en el emplasto. Y se forma algo así como un engrudo esencial. Y digo engrudo porque allí queda todo pegado y confundido sin posibilidad de deshacerse del emplasto. El pimiento deja de ser pimiento, el puerro deja de ser puerro, la zanahoria desaparecida y el aceite o el vino o las almendras o las setas o... El caso es que mi salsa no era tan compleja, pero al final ha quedado tan bien empastada como cualquier pueblo que se precie. Total, he pensado, que hablar del pueblo catalán o del español o del paquistaní es tanto como cosificar un grupo de personas diversas, diferentes y con identidad e ideología propia, hasta conseguir un engrudo desideologizado, sin identidad individual que sobreviva, y que asume un sello, una marca. Ya está, ya soy català o español o paquistaní. Y además con sus conductas y normas bien interiorizadas. Y más: con una estructura mental compartida que conduce cualquier mirada y toda opinión; una estructura que emborrona o desdibuja todo lo que queda fuera de ese marco conceptual y de valores; una estructura monolítica que retuerce la realidad hasta adaptarla a su ideal. Al individuo sólo le queda la posibilidad de fundirse para formar parte del pueblo catalán, español o paquistaní y eso implica abandonar la posibilidad de discrepar, de criticar abiertamente a todo vecino que te rodea y que comparte contigo la gracia de pertenecer al pueblo más maravilloso del mundo. Porque ser pueblo es pensar y sentir como tu vecino, en comunión trascendental, además de sentirte maravilloso, parte del pueblo más pueblo que haya sobre la faz de la tierra y más allá. Pero, para tragedia mía -y conste que no quiero arrastrar a nadie a esta sensación-, pertenecer al pueblo es quemar con ácido toda posibilidad de crear y diverger. De ser individuo. Con una identidad propia. Y ya, ya sé que formar parte del rebaño nos permite realizarnos como seres humanos en sociedad y farem pinya y blablá, pero pregunto: ¿no es esta también una manera de dejar de ser libres? Igual sí, o no. Ahora me vendrá cualquiera con la paloma de Kant y ya la habremos fastidiado. Pero es igual, me arriesgo. Me arriesgo con una afirmación: el discurso edificado sobre el pueblo no es más que un intento de cosificación del engrudo como si estuviera formado por un todo homogéneo, desprovisto de individualidades diversas y divergentes, y poder utilizar así el engrudo como sujeto de predicados útiles y amasados en la más interesada de las intenciones: mantener el status quo nacional -que no deja de ser un status quo de poder.