22 abril, 2016

De mafiosos y traidores

Puede parecer una democracia extraña la nuestra, pero no. Igual sois raros vosotros. Porque en la caverna pasan cosas que son muy normales. Normales, digo, porque son la norma, la práctica repetida en el tiempo. En definitiva, porque siempre han sido así. Y, la verdad, entiendo que sigan siendo así. Al fin y al cabo, los que mantienen esa normalidad son los beneficiarios de sus resultados. Pasa, por ejemplo, que el exministro Soria puede llegar a ser vitoreado después de haber mentido a todos y cada uno de los que confiaron en él. Soria puede ser vitoreado después de saberse que ha escapado al fisco con maniobras reservadas a los más poderosos y traicionando al pueblo que debiera proteger. Pasa también, por ejemplo, que muchos entienden que Pujol dibuje su país a la sombra de sus bolsillos. Y esos mismos seguirán viendo en Pujol al mesías incomprendido por un estado opresor. El estado opresor es algo maravilloso para los nacionalistas bolsilleros. Pasa, por ejemplo, que Rita, la Barberá, pueda llegar a ser votada por muchos, los mismos que han escuchado y entendido cómo la señora se ha pasado las leyes por la faja. Pasa, por ejemplo, que haya un expresidente de gobierno, Aznar, que distrae impuestos con las mismas artimañas que en otro momento utilizara el señor Monedero. Pero la prensa obediente pasea de puntillas por el hecho, aunque en su momento enviara mandobles de espada al señor Monedero. Sintetizando, pasa mucho en la caverna que mafiosos y traidores se protegen con votos. La democracia en la caverna tiene estas cosas y podemos llegar a proteger a los mismos que no tienen pudor alguno en enviarnos a la pobreza, a la intemperie o a la muerte. A donde sea, con tal de que ellos puedan seguir manteniendo su patria y, sobre todo, sus bolsillos llenos. Puede parecer una democracia extraña la nuestra. Pero no, es la caverna.

19 abril, 2016

Resultados 26J (o sobre los gurús de la bancada)

Escucho a Rajoy, a Pablo y a Pedro, también a Rivera. Incluso a Garzón. Y a todos les oigo explicar qué han votado los españoles y por qué lo han votado así. Nadie como ellos para entendernos, para explicarnos qué hemos hecho, por si aún no lo sabíamos. Esos no son políticos, son gurús. ¡Qué digo gurús, profetas es lo que son! Los especialistas en la hermenéutica del voto y de la voluntad democrática del pueblo. Me dejan babeando. Con la boca abierta y con cara de idiota. Porque nosotros no nos entendemos, pero ellos sí. Comienzan con aquello de, "...los españoles, lo que han querido votar es...", o con aquello otro de "...el mensaje que nos han enviado los españoles es...". Y a mí que me da por reír. Soy un desagradecido, lo sé, y espero se me perdone. Pero más allá de mi irrespetuosidad y mi escepticismo, lo que no entiendo es porque no coinciden ellos en explicar ese sentido que nosotros no entendemos. Si ellos lo entienden, ¿por qué carajo el sentido es diferente para cada uno de ellos? Joder, quieren hacernos creer que nos entienden, pero resulta que cada uno entiende lo que le sale del albaricoque. Pero quizás ése es otro enigma que solo ellos deben comprender y nuestras pobres entendederas no alcanzan.

Con mentes tan preclaras como las suyas y entendiendo tan bien el sentido de nuestro voto, hay una cuestión fundamental que tampoco comprendo. ¿Cómo es posible que después de cuatro meses y entendiendo tan bien entendido el "mensaje del pueblo español" no hayan encontrado aún la manera de plasmarlo en un gobierno? Porque entender, nos han entendido, según ellos. Porque las soluciones, les pertenecen. Pero la incapacidad para encontrar gobierno, a eso tampoco les llegan a ellos las entendederas. Suerte que después de seis meses los votos van a cambiar radicalmente. ¡Hombre, seguro! Los que votamos para arriba, ahora votaremos para abajo. Y los que votaron soleado, ahora votarán nublado. Menos mal que después de seis meses vamos a darle la vuelta a los votos y aquí ni Dios vuelve a votar a los mismos. ¿A que sí? Venga, todos a cambiar el voto. Que aquí no repita nadie. Pero hagámoslo de manera organizada, con orden, por favor. Así que ya les avanzo yo los resultados del 26J. Voy:

- PSOE, 123 (les toca votarles a los que antes habían votado PP)
- Podemos, 90 (a estos les tienen que votar los antiguos votantes del PSOE)
- Ciudadanos, 69 (los exvotantes de Podemos pasan a ser votantes de estos)
- IU, 40 (los votantes de Ciudadanos se situen aquí, por favor)
- PP, 2 (los izquierdosos pasarán a ser votantes de PP)

Y así podemos ir rotando el voto y los cruces. Para cachondeo, también el nuestro. Así que ordenémonos para que se remuevan. Y así, una vez ordenados de nuevo, igual ya serán capaces de formar un gobierno. Ah, por cierto, admito que el reordenamiento a mí ya me va bien con tal de ver a los mangantes en otro lugar. Gracias.

18 abril, 2016

El empecinamiento del yo

Me canso, me canso mucho. Me resulta terriblemente cansino soportar el yoísmo. ¿Qué es el yoísmo? Pues esperen un poco, igual al final de la entrada me he explicado. Primero quiero explicar por qué me canso. Me canso de escuchar cómo se defienden las mismas mentiras una y otra vez. Y me canso porque nos lo creemos todo. Peor aún, nos creemos incluso a nosotros mismos. Para mí que en la caverna nos haría falta una formación autocrítica, una formación que nos enseñara a no creernos nada de nosotros mismos, a desconfiar de lo que creemos ser. Mi admirado personaje doctor House diría que todo el mundo miente, pero yo me atrevo a añadir que todo el mundo miente incluso a sí mismo. Todos, sin exclusión, somos unos mentirosos redomados. Tendrían que habernos preparado desde la más tierna infancia, desde ese momento en el que las meninges todavía son esponjosas y se dejan acariciar por lo que escuchan y aún no acaban de comprender, tendrían que habernos preparado para desconfiarnos. Pero no. Nos dejan crecer ensoberbecidos, creyeéndonos el centro de la Creación. Y, claro, después ya se nos hace callo en el cerebro y no dejamos pasar nada que no cuadre con lo que creemos ser. Esa soberbia la escucho en política, es muy común -en Pedro, en Pablo y en Judas, da igual-, pero también en la calle, en cualquier rincón de nuestro día a día. Escucho como defendemos lo indefendible, mientras nos defendamos a nosotros mismos. Porque solo así ponemos a salvo lo que queremos creer. Obcecados en lo que proyectamos. ¡Como si fuéramos ejemplo de algo! Ahogados en la defensa de lo nuestro, ahí estamos. Como si así tuviéramos alguna disculpa. El yoísmo. Ayer escribía algo sobre ello y hoy no me lo he podido quitar de la cabeza.

El yoísmo construye relatos para dibujar el personaje que creemos ser, pero también la nación -nuestra esencialidad en la manada- o la religión -la salvación ante la nada- o los ideales políticos -la que ha de salvar al pueblo. El yoísmo construye esos relatos y dibuja una identidad, una aspiración, una mitología que hace asimilable la mentira. Pero todo es ficción. Pura ficción. No somos el pueblo elegido, nunca lo fuimos. Como tampoco fuimos dueños de ninguna patria. No existen. Y mucho menos somos dueños de imponer ideas o ideales en nombre de principios inasibles o de promesas efímeras. Solo podemos ser dueños de nuestro presente y de nuestros deseos, aunque con muchas sospechas de que nunca lo somos del todo. Escucho a políticos hablar en nombre de todos, de representar la voluntad de pueblos enteros. Y veo masas enteras dejándose embaucar por políticos de medio pelo. Veo religiones pelear en nombre de verdades inasibles y veo morir a seres ahogados en mentiras que nunca comprendieron. Y se me puede preguntar, ¿qué es lo certero? Y respondo: pues lo certero es ser autocrítico, sospechar siempre de nosotros mismos más que de los otros. Lo certero es creer que los demás pueden tener razones que no somos capaces de comprender o de sentir. Lo certero es sospechar que me he engañado para poder dormir tranquilo, pero que alguna vez -o muchas veces- quise ser otro que no soy. Salir del yo, escapar del cascarón de la soberbia que nos envuelve y nos protege, esa es la tarea que tenemos pendiente. Resumiendo: deberíamos dejar de mirar al mundo desde nuestro propio ombligo.

Y llegados hasta aquí, podemos preguntarnos, ¿y por qué tenemos miedo a no tener la razón? ¿Por qué tenemos miedo a vivir equivocadamente? ¿De dónde surge ese miedo? ¿Vivir en lo acertado nos hace más felices? ¿Creernos acertados nos asegura haber acertado? Si nos miráramos con ánimo de vernos, nos daríamos cuenta de que nos equivocamos cada dos por tres. Siempre. La realidad nos demuestra que vamos de equivocación en equivocación en la vida, como si fuéramos dando traspiés por un camino plagado de trampas. No queremos admitirlo, pero ya tenemos los morros amoratados y las rodillas desolladas de tanto traspiés, aunque continuemos explicándonos cualquier milonga que apacigüe el espíritu. Nunca lo admitiremos. Siempre, al mirar atrás, describiremos la trayectoria del pasado como si no hubiera habido otra alternativa, como si no hubiera habido otro camino en la razón que acabase mansamente en nuestros pies. Y siempre, al describir el camino, explicaremos los hitos como si hubieran sido buscados y peleados, como si la fortuna nos nos hubiera abofeteado una y otra vez con lo insospechado. Queremos convertirnos en los héroes certeros de nuestra propia vida, de nuestra propia narración. Y nos mentimos. Nos mentimos despiadadamente. Porque en el fondo, sabemos que nunca quisimos ser lo que somos. Todos. No se me esconda nadie. Rebusquemos en los sueños olvidados y encontremos lo que nunca hemos llegado a ser. Pero a eso, a haber deseado ser otro sin haberlo conseguido, a eso le llamamos fracaso. Y el fracaso está mal visto en la caverna. Fracaso se escribe con el lodo más maloliente de la caverna. Pero, otra vez nos equivocamos. Porque en fracasar y levantarnos consiste nuestra esencia. Como si fracasar y levantarse no fuera tarea de titanes. Fracasar es la condición natural del ser humano. Como también lo es la de seguir adelante en busca del siguiente fracaso. Pero, mientras tanto, el mundo sigue moviéndose de mentira en mentira. Como si nuestra finitud y nuestras mentiras no existieran. Como si existiera un destino trascendental en nuestra identidad. ¡Hay que ser un verdadero campeón de la soberbia para creer tamaña burrada!

Aunque, eso sí me gustaría dejar claro, igual que digo que fracasar es nuestro sino, también afirmo que somos muy grandes. Fracasados, sí, insisto, pero muy grandes. Somos unos seres maravillosos. Aunque solo lo seamos cuando nos desnudamos para mirarnos tal cual en el espejo, sin envoltorios. Somos muy grandes cuando comprendemos la verdadera finitud de nuestra existencia y aún así seguimos buscamos la trascendencia o la inmotalidad sabiendo que, sin posibilidad alguna, fracasaremos en el intento. Eso sí es ser grande.

17 abril, 2016

Maldito WhatsApp

En catalán hay una expresión que me gusta y que expone muy gráficamente cuando pasa eso tan común de perder el norte, ese momento en el que nos dejamos arrastrar por el entusiasmo que provoca nuestra soberbia bien inflamada. La expresión en cuestión es "ens hem begut l'enteniment". Traducirla por "nos hemos bebido el entendimiento" no es adecuado, pero encontrarle sentido en "nos hemos emborrachado de nosotros mismos" sí parece más acertado. Pues bien, en la caverna "ens hem begut l'enteniment". Bueno, en realidad lo hacemos cada dos por tres. Nos ensoberbecemos tan a menudo que el día que explotemos vamos a dejarlo todo perdidito de efluvios varios. Eso sí, todos procedentes de nuestro orondo yo. El yoismo, esa enfermedad corrosiva que se nos ha agarrado al alma como una garrapata. Pero es que en la caverna viven y se reproducen con facilidad parásitos como ése.

Este entusiasmo de nosotros mismos nos lleva a hacer las mil y unas gilipolleces... perdón, quería decir insensateces. Nos enborrachamos tanto de nosotros mismos que llegamos a creer que somos la leche en patinete. Y, claro, se nos desbocan las ideas. Las más peregrinas o las más imbéciles. Y sin que seamos capaces de controlar el caudal. Al final todo se nos queda la caverna hecha unos zorros. Voy con la última gilipollez... perdón, quería decir insensatez, que se nos ha ocurrido. En este caso proviene del ámbito de la educación. He leído en un diario digital catalán, el Diari Ara, un artículo sobre la utilización del WhatsApp en la educación. Por lo que he leído, parece ser que a un iluminado se le ha ocurrido hacer grupos de WhatsApp con las mamás y los papás de sus alumnos. Claro, el problema aparece en el momento en que a los papás y las mamás se les ocurre comunicarse por WhatsApp para criticar a los profesores, o para aclararse entre ellos por las tareas que deben hacer sus hijos, o para discutir el disfraz de carnaval, o para poner verde a la dirección o a la cocinera del comedor escolar o al conserge o a quien sea. El caso es hablar y dar lecciones de cómo debería funcionar el mundo, aprovechando para ello los intermedios de Gran Hermano Vip y mientras dejan escapar una ventosidad en el sofá. Así calentito es más fácil pontificar. Y el maestro o profesor en cuestión ha pensado, pues me meto en el grupo y ordeno el tráfico de genialidades e impertinencias. Y, al leerlo, ha sido cuando yo me he llevado las manos al casco y he pensado, ¿es que no filtramos, insensato? ¿Ahora los maestros y profesores deberán también ordenar el tránsito verborreico de papás y mamás? ¿No es suficiente con hacer su horario presencial, el no presencial y el espiritual, que además deberán hacer de conductores de ocurrencias paternales y maternales, día y noche? Y, sin calcular el alcance ni los peligros de la ocurrencia, seguro que el maestro o profesor en cuestión estará muy orgulloso de su iniciativa. Pero la ha cagado.

Y es que no es solo eso. Es que, con el maldito WhatsApp, los papás y las mamás tienen un arma de destrucción masiva. Me pregunto, ¿tienen sus hijos la oportunidad de saltarse las normas y de no hacer aquel ejercicio de matemáticas que les repatea las tripas? ¿Podrán decidir por sí mismos qué deben o qué no deben hacer y aprenderán que sus actos tienen consecuencias? ¿Crecerán sus hijos y llegarán a ser capaces de limpiarse los mocos por sí mismos sin que su papá les mande una foto al WhatsApp del color exacto de las flemas? ¿Aprenderán las mamás y papás que cualquier ocurrencia no puede airearse sin filtro previo, que todo tiene un tempo y que la privacidad es un pilar de la libertad? ¡Maldito WhatsApp! Aunque no. La culpa no la tiene WhatsApp, la culpa es de la incapacidad para filtrar y decidir qué es importante y qué no. Nos hemos venido arriba y esto se nos va de las manos.