22 abril, 2018

Vivan los apestados

La disidencia no está de moda. Y ojalá tan sólo fuera eso: quedar al margen de las modas. Pocos disidentes quedan. Pocos y cada vez más escondidos. Sin embargo, en los tiempos de los gulags, los disidentes eran héroes vitoreados, la pureza de la libertad de pensamiento, la encarnación del contrapoder. Hoy, sólo son apestados. Apestados porque nadie los quiere a su lado. Apestados porque las patrias los expulsan. Apestados porque son locos que no entienden que los tiempos han cambiado. El gulag ha vencido sin necesidad de malalimentar a sus condenados. ¿Puede haber una victoria más clamorosa? Y el  disidente arrastra los pies en silencio, con el miedo a ser decapitado por pensar al margen de la manada.

Veo en los nacionalismos cómo los disidentes son apartados. (Aclaro: el nacionalismo es hoy esa fuerza que vehicula el odio y la necesidad de imponerse por encima de la diferencia, menospreciando cualquier visión de la realidad que no sea la del color de su bandera, es decir, pura necedad). Digo que veo como el pensamiento disidente es enterrado en vida. Veo que en sus televisiones no sólo son silenciados, sino que también son estigmatizados, insultados y ridiculizados. La patria no perdona jamás. Las patrias nunca han sido madres, las patrias sólo han sido madrastras: acogen al silencioso, al corderito que espera ser alimentado o degollado. Y la traición siempre es condenada al son de los vitores de sus enloquecidos patriotas. Esos, los patriotas, son capaces de darlo todo, absolutamente todo, por la patria. La sumisión total, propia e impropia, además de la persecución de lo ajeno y diferente. Y da igual que la patria sea tricornoidal o que sea cuatribarrada. Los disidentes no pueden alzar la voz. Ni tan solo pueden susurrar los atropellos. El disidente catalán no puede mencionar las vergüenzas autoritarias: 6 y 7 de septiembre, por ejemplo; Llei de Transitorietat, otro ejemplo; sumisión vergonzosa a un líder narcisista, otro más; ausencia total de autocrítica, otro. El catalán disidente, el amante de la república, no puede susurrar esos tics que avergonzarían a cualquier defensor de las libertades y de la democracia, es decir, los tics que avergonzarían a cualquier republicano. ¿Y el español? El español disidente no puede susurrar ante los mandobles de la espada justiciera que reparten los rancios y autoritarios defensores de los valores patrios. Venganza y crueldad contra los que osaron levantar la voz. El disidente español ve atónito como se persiguen y condenan a todos los que se atreven a discutir el poder: persecución de raperos y titiriteros irreverentes, un ejemplo; condena del que reparte exabruptos contra la religión, otro ejemplo; encarcelación del que enfrenta su nacionalismo contra el nacionalismo de estado, otro más; o persecución de camisetas amarillas, símbolos varios, en una deriva enloquecida y ridícula.

Los disidentes deben callar. Los que no nos identificamos ni con unos ni con otros, estamos amordazados y avergonzados ante la realidad. Y, a pesar de todo, sabemos que sólo los disidentes seremos capaces de ofrecer alguna salida a la sinrazón. Porque, más tarde o temprano, será un disidente el que nos diga que no podemos seguir así. Aunque, mientras tanto, los disidentes debamos callar. No, perdón, me he equivocado: los disidentes no es que debamos callar, los disidentes vivimos amordazados con aquellas banderas que engalanan actos vergonzosos y que ni tan siquiera nos dejan respirar. Vivan los apestados. O al menos, por favor, sobrevivan a esta sinrazón.